Pavore, pavore. Furore, furore
Con frecuencia, bordeamos, transitando como si tal cosa con absoluta normalidad, por el límite más crudo y real de la descarnada vida que nos toca vivir.
Juan García Conesa
Martes, 10 de mayo 2016, 10:15
Rozando, en muchísimas ocasiones, la desesperanza, dejando las ganas de vivir en casa, sintiéndonos culpables de situaciones o cosas que ni hemos provocado ni podemos resolver de forma clara, directa y rápida.
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Y es que, peor que la crisis económica en la que nos hallamos inmersos de cabeza y hasta el fondo, mucho peor es la crisis de valores que como sociedad estamos sufriendo y ante la cual, de manera perpleja, torpe y tímida tratamos de sobreponernos cada cual como puede o cree conveniente.
Dentro de esta situación, hay dos cuestiones que me preocupan en exceso, lo reconozco, y una tercera complementaria, como la bono-loto.
De un lado, la desesperanza, el abandono, esa sensación que tenemos la gran mayoría instaurada tan dentro, tan leída, tan comentada, tan racionalizada, tan manida y gastada, que consiste en que, hagamos lo que hagamos, reaccionemos de la manera que sea, no podremos influir o alterar el devenir de los acontecimientos en ningún caso o circunstancia.
Parece que el futuro que ahora sufrimos estaba escrito en algún lado por alguien y solamente podemos representar el triste papel de comparsa palmera que se nos ha atribuido en esa falsa vida, en esa emulación de una auténtica vida, porque, razonen conmigo ¿de qué serviría vivir si no podemos cambiar las cosas? Pero la frontera entre sueños y realidad, deseos y posibilidades, es muy frágil y muy fina, y tiende a confundirse y mezclarse. Además, creo que forma parte de la ceremonia de la confusión a la que estamos asistiendo el hacernos sentir descorazonados y desalentados, es decir, interesamos más cansados, aburridos y pesimistas. Me opongo a diario a sentir así, y mi trabajo me cuesta, no se crean.
De otro lado, e inexorablemente unido a la anterior reflexión, nos encontramos con la extraña sensación de dar una pátina de veracidad y normalidad a situaciones y cosas que realmente no lo son o no lo deberían ser, pero parece que nos hemos acostumbrado a tener unas tragaderas conceptuales, sentimentales, económicas y sociales, que acaban derivando en que, como sociedad, admitamos y toleremos cosas indecentes e inmorales, que de ninguna de las maneras deberían ser tolerables y que, ahora, cobran un renovado carácter de normalidad y hasta de rutina. Pondré unos ejemplos. Asistimos inertes a la pérdida continua de derechos sociales adquiridos, como si fuera lo que nos toca ahora, como si no pudiese haber otra alternativa. Permitimos, con un descaro y desvergüenza que dice muy poco como país, situaciones intolerables, como que políticos corruptos campen a sus anchas, mofándose del resto de sus semejantes. Aplaudimos el que, trimestre tras trimestre, los bancos presenten beneficios entre un 15-20% superiores al mismo período inmediatamente anterior, mientras el resto de personas luchan muy duro por llegar a final de mes de una manera decente.
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Y así, de esa manera, nos vamos degradando, poco a poco, de forma profesional y planeada, con un estilo muy feo.
Pero, además, a estos dos factores, la desesperanza y la norma del todo vale y no pasa nada, me voy a permitir añadir otro concepto más, esta vez muy personal, que es el del miedo. El miedo también se ha instalado de manera rutinaria en nuestras vidas. No se sabe muy bien a qué, pero el miedo existe. Cada uno le va dando el valor que puede, y lo va rellenando y completando de fobias personales, económicas, sentimentales y sociales. En un principio, el miedo no tiene porqué ser malo. Gráficamente representado, su curva sería una parábola perfecta. De hecho una cantidad razonable de él nos hace estar alerta, prevenidos y preparados para estimular la respuesta adecuada ante la situación correspondiente. Pero, traspasado ese umbral, el miedo atenaza, paraliza, cohíbe, impide la reacción ante la adversidad, o ante las cosas más sublimes, y se vuelve un peligroso compañero de vida y pensamiento. ¿Adivinan, como país, como sociedad, en qué parte de la curva parabólica estamos?.
No se me rindan aún, ni entreguen la cuchara todavía. Queda mucho por vivir.
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