De la ciudad al mar
Me dispongo, con la fresca, a dar mi paseo diario en este maravilloso y espléndido día de septiembre y, con calzado y ropa deportiva, salgo de casa para dirigirme a la Ermita de la Virgen de las Huertas tras dejar el campo de fútbol y nuestra más que centenaria plaza de toros. Desde allí, en la lontananza, al este, el Mediterráneo con toda su belleza y esplendor. A mi izquierda, al noreste, Sierra de Almagro y Sierra Almagrera; a mi derecha, al sur, Sierra Cabrera con su pico La Mezquita- 962 m -. Entre ambas sierras, un inmenso llano que, con deleite y complacencia, me recreo en observar. Los prismáticos me ayudan a mejorar mi campo de visión. No puedo apreciar el río Aguas ni el Almanzora; pero sí el río Antas. Éstos tres, siempre secos, cada cierto tiempo, con la "gota fría" vienen manifestándose con toda su bravura y crecidas violentas en los meses de septiembre y octubre, devastando el terreno, causando innumerables daños materiales y, lamentablemente también, desgracias humanas.
Diego Morales Carmona
Martes, 10 de mayo 2016, 08:49
Con paso firme y carretera por delante en dirección a la costa, todo cuanto mi vista se recrea en este terreno estéril viene dado por una flora típica y propia del sudeste de España: taray, chumbera, matorral, romero, aulaga, retama, albardín, pita, esparraguera y árboles como el algarrobo, la palmera, eucalipto e higuera. Esta vegetación del paisaje cuasi desértico que describo, desde mi niñez, no ha cambiado en nada, sino para abundar en su desertización. Abandono el asfalto y por una vereda campo a través, alzando la vista, trato de rememorar la imagen que siempre tuve de ese emblemático cerro de figura de trapecio isósceles imperando entre el llano y la playa: " Los Pelaos". ¡Dios mío! ¡Qué monstruosidad! Las mordidas, los bocados sobre él, producto de la "burbuja inmobiliaria" y "cultura del pelotazo", desdibujaron su majestuosa estampa y, de ahí, mi asombro y perplejidad ante tal desvarío que, para mayor abundamiento en el destrozo, en su cima, un depósito, creo que de agua -Codeur-, con paredes de color blanco, afean y agreden aún más la belleza y prestancia que, otrora, el montículo poseía. Vuelvo otra vez a la carretera y, ante mí, a la izquierda, tras dejar dos grandes rotondas, caminando por una amplia acera, una urbanización de miles de casas deshabitadas e infraestructuras inacabadas, como si de una maqueta o juguete se tratara, se prolonga paralela a la avenida que conduce a la playa. Al otro lado del pavimento, a mi derecha, alguna que otra vía conducente a la variante de Garrucha-Puerto Rey y, entre los matorrales, una laguna de suelo impermeable: el saladar de "Los Canos", lugar éste donde patos, garzas y ánades campan por sus respetos nadando y revoloteando en sus aguas salitrosas. He llegado hasta donde quería narrar del viaje. Tomo café en un restaurante próximo a la playa y, con celeridad, hago el camino de vuelta. Me he entretenido al contemplar la Madre Naturaleza y, por supuesto, he hecho ejercicio tras tres horas y media de trayecto. Para finalizar, recomiendo tal recorrido a quien desee practicarlo. ¡Ah, mucho cuidado con los coches que circulan por la calzada!
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